La madre de Alicia no tenía con quien dejarla cuando se iba por las tardes a casa de su amiga a tomar café y a chismorrear: “Tendrás que venirte conmigo”, le decía.
Ella tenía preferencia por la hija mayor, era más simpática, más obediente y sacaba mejores notas. Alicia era más como el padre, más arisca y protestona (aunque alguien diría que con más personalidad).
La madre prefería que se quedara con el padre y poder ir tranquila a casa de su amiga, pero él pasaba todo el día fuera, trabajando; además, cuando llegaba a casa por la noche, no castigaba a la pequeña por todas las trastadas que había hecho durante el día. Todo lo tenía que hacer ella.
Menos mal que cuando iban a casa de su amiga, la mayoría de las veces, el marido de ésta se quedaba jugando con la pequeña en el otro cuarto y no las molestaban mucho. Y si se oía ruido, pues cerraban la puerta para que no se escuchara.
UNA EXPERIENCIA TERRORÍFICA
A Alicia, de 8 años, se le tensaban todos los músculos del cuerpo cuando tenía que ir a la casa de la amiga de su madre.
Si no estaba aquel hombre, pasaba toda la tarde tranquila, sin mayores sobresaltos, jugando sola e inventando historias con las muñecas que encontraba por ahí. Estaba acostumbrada a estar sola y tenía mucha imaginación.
Lo que le hacía sentir un nudo en el estómago y apretar con fuerzas las rodillas era llegar a aquella casa y verle abrir la puerta. En ese instante, comprendía que tendría que pasar toda la tarde con él. No le gustaban sus juegos, le hacía daño. Sabía que era algo que no estaba bien, pero él la amenazaba para que no se lo dijera a nadie. Y lo que más la aterraba, era que no tenía a nadie a quien decírselo, su madre era la que cerraba la puerta si hacían ruido e interrumpía la interesante conversación que estaba manteniendo con su amiga.
La niña pensaba que si se le ocurriera decir algo, seguro que no le harían caso y acabaría, una vez más, siendo regañada por su madre, y, volvería a notar SU desprecio y SU rechazo.
De hecho, peor que los abusos en sí, eran las sensaciones de soledad y de abandono. Alguna vez, incluso, llegó a pensar que su madre sabía lo que pasaba, pero que prefería hacer oídos sordos y seguir con su amiga.
Así aguantó hasta los 12 años, cuando pudo apoyarse en excusas para irse a casa de alguna amiga o quedarse sola en casa, lo que fuera por no volver a aquella casa.
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RECUPERAR LA FUERZA INTERIOR
A los 23 años, Alicia empezó a tener unas fuertes crisis de ansiedad sin motivo aparente. Su madre la llevó al mejor psiquiatra de la provincia para que le diera algo. Cuando éste comenzó a preguntarle por sus síntomas y por su situación actual, la madre empezó a quejarse de la niña, le reprochaba que era una arisca, que no era cariñosa con ella. La conversación se fue desviando del tema inicial y el psiquiatra le preguntaba a la joven cómo era capaz de ser así, con lo que su madre se preocupaba por ella.
Alicia intentaba defenderse, pero eran dos contra una. Entonces, el psiquiatra le pidió que le diese un abrazo a su madre allí mismo, que no esperase más y perdonase ya a su madre que todo lo hacía por su bien. Le dijo que se sentiría liberada si dejaba fuera tanto odio. Cada negativa de Alicia reforzaba todavía más la postura de su madre: “¿ve lo que le digo?, pues así ha sido desde siempre, una niña insoportable, todo lo contrario que su hermana”.
EL PERDON NO SANA, CONOCER LA VERDAD SÍ
Al final, pudo encontrar fuerzas en su interior para levantarse y salir de la consulta dando un portazo. Años más tarde, esa misma fuerza la llevó a encontrar una terapia donde pudo, por fin, liberarse de sus bloqueos del pasado y del efecto que aún tenían en su presente.
La mayoría de los psiquiatras y psicólogos buscan que sus pacientes lleguen a perdonar a sus padres, pero eso sólo contribuye a negar la realidad.
El síntoma (enfermedad física o mental) persistirá hasta que el paciente logre sacar de la oscuridad y poner encima de la mesa la realidad tal y como fue, sin engaños.
Debido la influencia del pensamiento religioso, tendemos a creer que el perdón significa olvidar el pasado para volver a empezar de cero. Por desgracia, para la salud mental hay pocas cosas más destructivas que esta falsa manera de cerrar los problemas.
El perdón concebido de esta manera, es un perdón muy barato para quien es perdonado, pero tiene un alto precio para quien perdona. Parece que sólo con pedir perdón, ya está hecho todo el trabajo y todos los pecados nos son perdonados. Suena muy bien, pero es un arma de doble filo ya que, si queremos que nos perdonen, nosotros también deberemos perdonar, de igual manera, todos los daños sufridos.
Si volvemos al núcleo de la familia, esto significa que debemos perdonar a nuestros padres todo lo que nos hayan hecho, tal y como le decía el psiquiatra a Alicia, nuestra protagonista. Inconscientemente, está implícito que si nosotros tuvimos que perdonar a nuestros padres, nuestros hijos están obligados a perdonarnos.
SUPERAR LA CULPA
Por otro lado, también se nos ha inculcado desde muy pequeños una cierta obligación moral de perdonar. Parece que si perdonamos somos buenos y si no lo hacemos, somos malos. No está permitido no perdonar. Surge, entonces, un sentimiento de culpa sólo con pensar en la posibilidad de no perdonar; por no mencionar la presión social para que lo hagamos.
Esa culpa o, mejor dicho, el miedo a esa culpa, va a hacer que, una vez llegados a la adultez, nos sintamos obligados a perdonar (en el sentido religioso de “borrón y cuenta nueva”) cualquier ofensa, en detrimento de nuestra salud mental.
Podemos ver un ejemplo de cómo se instaura este patrón si vamos a cualquier parque infantil. Seguro que no tardaremos mucho en ver la siguiente escena: niño A está jugando tranquilamente con un juguete y niño B se lo quita. Niño A se enfada, reclama a niño B que se lo devuelva. Los dos se enzarzan y se pegan. Los padres o los cuidadores les obligan a separarse y a que se pidan perdón agregando algo como “¡Me da igual lo que haya pasado!, ¡Que le pidas perdón, he dicho!”.
El mensaje que le llega al niño es que sus emociones no cuentan y deben ser reprimidas, pero también que debe perdonar si quiere ser aceptado por sus padres y por la comunidad.
LIBERARNOS DEL PERDÓN
Liberarnos del estigma del perdón para dejar libres a nuestros hijos es un trabajo que muy poquitos se atreven a hacer. Aún hoy en día, en el que la religión ha ido perdiendo peso en nuestra sociedad, muchos terapeutas siguen enganchados a esta idea del perdón, no se han liberado ellos mismos y, lógicamente, tampoco ayudarán a liberarse a sus pacientes pues esto iría contra todas sus creencias y pondría en cuestión su labor como terapeuta.
Nuestra parte adulta, la racional, intenta engañarse de esta manera con la ayuda de perdón y todo lo que hemos visto que conlleva. Sin embargo, no podemos engañar a nuestro interior, y los efectos emocionales de los daños que nos produjeron los abandonos primarios de nuestros padres seguirán presentes en nuestras vidas.
Nuestro cuerpo, con el fin de que nos paremos a recapacitar sobre las actitudes que seguimos repitiendo, seguirá bloqueado y cuando nos volvamos a enfrentar a situaciones que nos hagan revivir los maltratos, abusos o abandonos sufridos en la infancia, volveremos a enfermar, incluso, con mayor intensidad que antes.
Querer forzar la reconciliación o el perdón, si no se ha liberado el conflicto emocional, sólo provoca que nuestro cuerpo nos recuerde lo inadecuado que es perdonar porque sí.
El síntoma es el grito desesperado del cuerpo para decirnos lo que está pasando. De nosotros depende escucharlo para liberarnos. Unos lo logran con la ayuda de sus terapeutas, algunos, a pesar de estos, y otros, por desgracia, no lo consiguen y continúan enfermos sin saber que la oportunidad de liberarse reside en su interior.
Decía Alice Miller que el perdón nunca ha curado a nadie. Los pacientes pasan de terapia en terapia sin encontrar la ayuda que necesitan. Da igual que sea psicoanálisis, cognitivo-conductual, medicación psiquiátrica, grito primal o constelaciones familiares; el consejo que siempre aparece en algún momento es “¿no ves lo mal que lo pasan tus padres?, ¿no te parece que ya es hora de perdonar y dejar atrás tanto rencor?”.
Frases así ponen al terapeuta del lado de los padres y dejan al niño/a abandonado de nuevo. El dolor, la rabia y todas las emociones que el niño no pudo expresar siguen ahí. No desaparecen con el perdón, sólo se proyectarán sobre otros o sobre uno mismo. Ante este panorama, ¿qué salida nos queda? Alguien podría decirme: “Vale, ya sé que el perdón no cura, pero entonces me quedo con la rabia o la proyecto sobre otros. ¿Qué se puede hacer entonces?”.
En terapia, lo que trabajamos es sentir lo que sintió la niña/o, entender lo que tuvo que hacer para sobrevivir, y ponernos de su lado. Quizás debamos poner palabras a lo que pasó y no pudo ser nombrado en su momento por miedo a las consecuencias.
EL PERDÓN COMO PROCESO DE LIBERACIÓN PERSONAL
Mi idea del perdón no es la condonación de todo lo que nos hicieron en la infancia.
Por supuesto, siempre cabe la posibilidad de hablar con nuestros padres de tú a tú, explicándoles cómo nos afectó todo lo que nos hicieron. Quizás se den cuenta y se arrepientan de corazón.
Todos podemos evolucionar y ellos ya no son las mismas personas que cuando éramos pequeños. Tal vez, en esta situación, nuestra relación con ellos pueda cambiar, pero... seamos realistas, esto es prácticamente imposible si ellos mismos no hacen su propia terapia para liberarse de sus propios patrones. Lo normal es que ni siquiera entiendan lo que escuchan y sigan tratándonos como lo han hecho siempre, como personas inferiores que les debemos respeto y que somos unos desagradecidos si osamos reprocharles cualquier cosa.
Yo entiendo el perdón como un proceso de liberación personal, independientemente de si los padres cambian o no cambian. Debemos romper con los aferramientos que nos atan al pasado y darnos cuenta de que ya no necesitamos que nuestros padres nos controlen o nos den su bendición. Ahora somos nosotros los que podemos tomar las riendas de nuestra vida.
La verdadera liberación se produce cuando somos capaces de desbloquear al niño y podemos tener la autoestima suficiente en el presente para defendernos y no dejar que se repitan las situaciones del pasado, ni con mi jefe ni con mi pareja y, por supuesto, ni con mis padres.
El perdón no significa que tengamos que volver a ver o a hablar con aquellos que nos han hecho daño en el pasado. Incluso podemos decidir no verlos nunca más.
De ser necesario algún tipo de perdón, éste debería ir dirigido hacia nosotros mismos, hacia el niño que no podía hacer otra cosa salvo sobrevivir ante la situación que le tocó vivir. Ese niño es el único inocente de esta historia.
Ramón Soler, Psicólogo
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