Cuando se educa a los niños para ser buenos y obedientes, se les inculca la idea de que hay ciertas emociones y reacciones que no son buenas y deben reprimir.
Los enfados de los niños, por ejemplo, no están bien vistos por los adultos y los pequeños son reprendidos cuando muestran su disconformidad de forma, según los mayores, inadecuada.
Esto implica un peligroso patrón: reprimir el enfado en todo momento.
Es tanta la represión a la que se someten las personas educadas de esta manera que, incluso, cuando gritan o se enfadan por un motivo justo, lo acaban sintiendo como una pérdida de control y se castigan por ello.
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Las espinas de la rosa
Negar estas emociones es negar una parte fundamental del yo interno, y esto nunca es saludable.
Buscando un símil, podríamos decir que sería como si la rosa pretendiera mantener su perfume y sus bellos colores, pero renunciando a sus espinas.
Al igual que sucede con las espinas de la rosa, todas nuestras emociones tienen una función. El enfado nos sirve para poder reaccionar y protegernos frente a las agresiones externas. Si lo bloqueamos o lo negamos, nos quedaríamos indefensos frente al mundo.
Las espinas tienen la función de proteger a la rosa, igual que nuestro enfado. Defenderse no implica hacer daño a nadie. Una rosa no ataca a nadie con sus espinas, sólo la sutiliza para protegerse.
De igual forma, si aceptamos todas nuestras emociones, no haremos daño a nadie intencionadamente, pero sí podremos protegernos cuando quieran atacarnos o abusar de nosotros.
Ramón Soler, Psicólogo